miércoles, 5 de octubre de 2011

RECUERDOS MUNDANOS

Altamira, cuna del alma humana.


Altamira, cuna del alma humana.

Cuatro o cinco millones de años hacia el pasado, cuando en algún sitio del África ecuatorial algunos monos adoptaron la bipedestación, comenzaba una aventura evolutiva que culminaría con la aparición, hace 100.000 años atrás, de ciertos homínidos como los Neandertales primero y los Cromagnones después, que anunciaban al hombre, tal como la conocemos hoy día.
Sucesivas migraciones, iniciadas por el Homo ergaster, un millón de años atrás, para bien o para mal, dispersaron la especie por todo el planeta.
De aquellos ancestros pocos rastros han quedado. Del tiempo que conocemos como Edad de Piedra,  han quedado las herramientas de silex que aquellos humanos utilizaban.
Fueron durante centenares de miles de años cazadores – recolectores, hasta que se establecieron en poblados, y aprendieron la agricultura y la cría de animales, hace 6000 años.
Pero existe por venturosa excepción un sitio mágico, que súbitamente nos retrotrae a los tiempos en que las hordas humanas vivían en oscuras cavernas, en grupos de 10 o 20, yendo y viniendo, en el invierno o el verano, a través de distancias no mayores de 50 0 100 kilómetros, en procura de alimentos y refugio.
Está en España, en la región de Cantabria, entornada de montañas y bosques, no lejos del bello pueblo medieval de Santillana del Mar y se llama Altamira. Está en España, en la región de Cantabria, entornada de montañas y bosques, no lejos del bello pueblo medieval de Santillana del Mar y se llama Altamira. En el paisaje bucólico, al pie de una ínfima hondonada apenas arbolada, se abre una cueva, de boca pequeña y de unos 250 metros de longitud, que permaneció sellada por derrumbes y culta durante milenios. Fue casualmente descubierta por un pastor en 1868. Poco después sería bien estudiada por Marcelino Sautuola, quien en sus “Breves apuntes sobre algunos objetos prehistóricos” así describía el hallazgo:
«Siguiendo el examen de la primera galería [...] se encuentra el observador sorprendido al contemplar en la bóveda de la cueva un gran número de animales pintados, al parecer, con ocre negro y rojo, y de tamaño grande, representando en su mayoría animales que, por su córcova, tienen alguna semejanza con el bisonte.»
 Los hombres de ciencia de su época lo desacreditaron, pues descreían de la antigüedad del objeto de su estudio. A punto tal que Emile Cartailhac, célebre y honesto estudioso, escribió hacia 1902 en su “Mea culpa d´ un Sceptique”: "Fui partícipe de un error cometido hace veinte años, de una injusticia que es preciso reconocer y reparar públicamente. Es necesario inclinarse ante la realidad, y en lo que a mí respecta, debo hacer justicia a Marcelino de Sautuola".
Se trataba ni más ni menos que de la Cueva de Altamira, conocida por sus magníficas pinturas rupestres.
Hace unos 20 o 15.000 años, algunos inspirados artistas entre aquellos cavernícolas del Paleolítico Superior (Magdaleniense), pintaron bellos animales policromos: bisontes, ciervos, jabalíes y caballos.
El o los ignotos creadores habrán hecho su aprendizaje dibujando animales en la arena de la playa o en la tierra, para luego, en alguna etapa superior, pintar las piedras del entorno, coloreándola con carbones, cenizas y pigmentos diversos, Finalmente, en pleno dominio de su oficio, con maestría expresaron en el interior profundo de la cueva una visión de aquel mundo, con todo su esplendor.
He ahí el arte puro, reflejo del alma humana ya en su apogeo.
Picasso dijo: “Después de Altamira todo parece decadente.”
Visitar la cueva es una experiencia única. Al alejarnos, resuenan en nuestros oídos las palabras del poeta Rafael Alberti impresas en La arboleda perdida, de 1928:

“Al bajar un declive del terreno surgió una puertecilla…
Por ahí se penetra al santuario más hermoso de todo el arte español.
Parecía que las rocas bramaban. Allí,  en rojo y negro, amontonados,
lustrosos por las filtraciones de agua, estaban los bisontes, enfurecidos o en reposo.
Un temblor milenario estremecía la sala.
Era como el primer chiquero español, abarrotado de reses bravas pugnando por salir.
Ni vaqueros ni mayorales se veían por los muros.
Mugían solas, barbadas y terribles bajo aquella oscuridad de siglos.
Abandoné la cueva cargado de ángeles, que solté ya en la luz,
viéndolos remontarse entre la lluvia, rabiosas las pupilas.