martes, 23 de agosto de 2011

La tragedia de Hamlet, Príncipe de Dinamarca



Si algún propósito existiera en el arte y sus obras, acaso el más  encomiable sería la conmoción que provoca en el sujeto que lo aprecia.
En lo que me concierne, cada vez que presencio una puesta de la obra cumbre de Shakespeare, experimento el milagro repetido de conmoverme hasta las fibras más intimas.
La obra conocida  como Hamlet, escrita alrededor del 1600, ha resistido el paso del tiempo, la manipulación de sus editores, traductores y correctores, largos períodos de olvido y la desidia del propio autor, quien jamás publicó nada de su vasta dramaturgia. Sin embargo, rediviva entre las cenizas de los siglos, allí está la preciosa obra maestra, con su cúmulo de pasiones que irrumpen en la escena y sobrecogen al espectador. Las ambiciones, el poder, el amor, la locura, la muerte violenta y las dudas que surgen de esta rara experiencia habitual, que por convención llamamos vida, se entremezclan en esa alquimia inextricable que la obra destila.
El trazo magistral con que el bardo delinea a sus personajes, Claudio, Polonio, Ofelia, Gertrudis, Laertes y Horacio, todos girando en torno al atormentado príncipe, son una fuente inagotable de desafíos para actores y directores.
La versión 2011 de Juan Gene en el Teatro Alvear, es sencillamente bella Los cortesanos ataviados como si hubiesen escapado de un cuadro de Magritte, la escenografía austera hasta lo sublime, el lenguaje simple, generan en el proscenio un espacio mágico donde el placer del teatro brota generoso.