No todo es corrupción
Rastacueros era un término bastante utilizado en otros tiempos y que el Diccionario de la Real Academia Española (DRAE) consideraba de origen francés. Se utilizaba para referirse a los advenedizos adinerados, de sospechosa fortuna, que aparentaban lo que no eran en los salones parisinos.
De aplicarse el término a estos tiempos, la historia recordaría a la década K como un decenio en el cual reinaban los rastacueros. Pero lamentablemente para la mayoría de los argentinos que laboramos honradamente, que tributamos las cargas impositivas y que en los ratos libres reflexionamos para considerar las mejores conductas cívicas, evitando que primen las consideraciones de interés personal o el delirio de creer que Cuba es el mejor de los mundos posibles, esta década transcurrida es algo más que una década de rastacueros.
Es una década en la que se fomentó, como es propio de progresistas a la violeta con reminiscencias montoneras, el enfrentamiento social para desviar el foco de la atención de los verdaderos problemas argentinos.
Así, con el disfraz de revolucionarios nacionales y populares, estos millonarios de dudosa estirpe, rastacueros por así decirlo, utilizaron a los pobres, que jamás dejaron de serlo, como instrumentos electorales para mejor adelantar sus fines inconfesables.
Así en diez años remontaron el gasto público del 29 al 51% del PBI, con subsidios espurios que hoy revelan la mala praxis económica, la corrupción y la falta de políticas de estado en detrimento de las imprescindibles inversiones en infraestructura que pondrían al país en la senda del progreso sustentable.
Se alza amenazante la ausencia de gestión de un poder ejecutivo torpe, secundado por un gabinete de fantasmas y una mayoría legislativa de penosa inmoralidad.
Todos al unísono, detrás de la falluta pelea con sus antiguos socios de Clarín, vociferan la no menos falluta democratización de los medios de comunicación o de la Justicia.
Ínterin aparecen los vaivenes en la desangelada política exterior: Las oscuras relaciones con el chavismo y otros ismos no menos abominables o la ambivalencia con el régimen iraní, que de responsable de los sangrientos atentados en el país pasó a ser un interlocutor confiable, por citar tan solo un par de ejemplos ominosos.
Sumados al desvío de 700 millones por Hebe de Bonafini y su protegido Schoklender, al cepo cambiario, a la inflación siempre negada, al desempleo, a la tragedia ferroviaria de Once con su secuela de peculado y muerte, a la no menos trágica inundación de La Plata que advirtió acerca de la corrupción que yacía bajo las aguas, al blanqueo para que los dineros sucios ingresen al circuito legal, al congelamiento de precios y sus controladores adocenados, y a los intrincados ditirambos de los iluminados de Carta Abierta, que no cesan de explicarnos porqué los ladrones van al cielo, los argentinos despiertan de la hipnosis populista que tantas oportunidades malbarató.
Advierten que si en lugar de tanta plata tirada y robada, de tanta emisión monetaria con su inflación asociada, se hubiera invertido en educación pública, en salud, en obra pública y en el trabajo que esta genera, hubiéramos ganado en sustento económico y en dignidad humana, ya que mal que les pese a muchos, es el trabajo y no el subsidio, el que dignifica.
Ahí están los dichos de un ex montonero hoy reciclado como legislador (Y de cuyo nombre no quiero acordarme) afirmando que desearía que haya cientos de Lazaros Baéz. ¿Será para secuestrarlos y pedir rescate como hacían en los tiempos de horca y cuchillo de los setenta?
Afortunadamente sobre esos desatinos resuenan las palabras de Perón: Para un argentino no hay nada mejor que otro argentino y cada uno debe producir al menos lo que consume.