El leñador, que en su vida había visto el brillo del oro,
se maravilló de todo lo que veía.
Alí Babá es un personaje de ficción descrito en el cuento de aventuras Alí Babá y los cuarenta ladrones en Las mil y una noches. Su argumento es simple y antiguo. El refranero español lo cifra en el conocido dicho: “El que roba a un ladrón tiene 100 años de perdón”.
En la República Argentina, tan lejana de aquellos paisajes del oriente medieval donde transcurrían los relatos de Schahrazada, han sucedido en Tres mil seiscientas y una noches de Kirchnerismo, episodios trágicos o desopilantes, según el cristal con que se miren, y que reflejan la evolución del gobierno del finado Alí Babá y sus herederos, esta secta de cuarenta ladrones que hoy gobierna, cuya principal tarea es mentir y disfrazarse para llevar adelante sus fines inconfesables, ruinosos para el país y los ciudadanos.
Inmersos
en el solipsismo de su discurso, remedan a Segismundo, aquel personaje de Calderón
que se preguntaba si la realidad del mundo era la que aparecía en su ventana o
si era apenas un sueño.
Aquí en
Argentina la vida imita al arte, según el célebre epigrama de Wilde.
La
ignorancia oficial, sumada a la estulticia de los escribas de Carta Abierta, mero pasquín apologético
de un régimen decadente, aísla a los protagonistas de este drama nacional,
ocupados en la inútil pretensión de implantar un pensamiento único. Son incapaces
de entender, como decía Unamuno, que la razón humana es pensamiento genérico y
que quien razona afirma la existencia de su prójimo, la necesidad del diálogo,
la posible comunicación mental entre los hombres.
El
argumento cotidiano de la presidente y sus súbditos se reduce a culpar a los
sospechosos de siempre por los desastres de su incompetente gestión gubernamental.
Aquellos que venían a cambiarlo todo para mejorar la sociedad, por arte de birlibirloque se quedaron con el santo y
la limosna, se hicieron millonarios y tras sus máscaras de progresistas pretenden
ocultar la infamia.
Los
ciudadanos independientes, ajenos a la secta, advertimos que en su ocaso, al
mejor estilo de aquellos liberales denostados, el gobierno tapa sus errores devaluando
la moneda, ajustando la economía, subiendo las tasas de interés y achicando el
salario de jubilados y trabajadores. Tampoco se olvida de pisotear la justicia,
atribulado por lograr la impunidad de sus crímenes.
Sin
ayuda, se hunde en el barro de su propia política y la principal consecuencia
económica de estos males es la inflación, superior al 30%, que coloca al país inmediatamente detrás de Irán y
Venezuela. No es motivo de orgullo.
Tampoco
lo es el gasto público que se elevó del 30,9%
del PBI en 2006 al 45,3% en 2013.
En los
países emergentes ese gasto asciende al 31% y en los países desarrollados al 42%.
Eso no nos
hace mejores que ellos. Los subsidios indiscriminados y las cifras mentirosas
del INDEC tampoco.
Vendrán
nuevos tiempos para admitir que el mejor plan social es un buen trabajo. Esa debería
ser una futura política de estado.
Los 60
planes sociales que el gobierno nacional ha implementado a lo largo de una
década consumen $113.000 millones por año. Sumados a los costos de los otros 54
planes accesorios de las provincias y los
municipios, conforman una telaraña de corrupción e ineficiencia manejada por
punteros políticos y dirigentes de diversas categorías, para asistir a 16,5 millones de beneficiarios.
Este
modelo asistencial refleja su propio fracaso.
Hace
diez años el país crece un 7% anual
en promedio y no logra reducir la
pobreza que hoy se encuentra por encima del 25% de la población.
Concluimos
afirmando que no será a través del clientelismo político de estos planes o del
empleo público improductivo duplicado en la década
ganada, que se resolverá este ominoso problema.
Solo el
incentivo de la producción y del trabajo genuino permitirá que los subsidiados
de hoy ganen mañana, dignamente, un sustento sobre la base del esfuerzo, único
camino que evitará repetir la parálisis social que nos aflige.