domingo, 10 de abril de 2016

OTRA VERSIÓN DE LAS MIL Y UNA NOCHES

Las mil y una noches es una recopilación del siglo IX, en lengua árabe, de antiguos cuentos orientales. Uno de esos cuentos es el de Ali Babá y los cuarenta ladrones.
Aquí, en la región más austral del planeta, estamos recopilando otra saga de cuentos americanos.
En Las cuatro mil trescientas ochenta noches del Kirchnerismo hubo infinidad de relatos, sobre temas diversos, como la inclusión social, la reducción de la pobreza, los sueños compartidos, la defensa de la soberanía y la lucha a brazo partido por la grandeza de la patria y su pueblo.
Esos cuentos fueron creídos por una masa variopinta que abarcaba al 54% del electorado. Esa masa estaba constituida por talibanes, mercenarios,  oportunistas, idiotas útiles, izquierdistas a la violeta, comunistas nostálgicos del difunto Stalin, sin omitir al puñado de intelectuales y artistas generosamente conchabados para endulzar el relato mendaz.
Hoy asistimos asombrados a la nueva versión de Alí Babá y los cuarenta ladrones.
En ella, muerto Alí Babá en circunstancias oscuras, quedaron su viuda y los treinta y nueve ladrones restantes como sobrevivientes de la banda. Cercados por la ley, escondieron sus tesoros y advierten, aterrados, la llegada de la policía que los conducirá, uno por uno a la cárcel, sitio pocas veces tan merecido por estos personajes siniestros que enlodaron la política de su tierra, empobreciendo al país y a su pueblo.
La Justicia, al parecer, despertó de su largo letargo, y con menos miedo que antaño, comenzó a investigar las montañas de dinero que el canalla de Alí Babá y sus secuaces le sustrajeron a los contribuyentes.

Como aconsejan los que saben, luego de leer los cuentos, corresponde abrirse a la reflexión...
·         ¿Qué peste de ignorancia afectó a la mayoría de la sociedad argentina, que durante doce años, por acción u omisión, sostuvo con su voto a esa banda de facinerosos?
·         ¿Cómo esas multitudes no reaccionaron ante tanta corrupción?
·          ¿Apreciaban acaso a las mafias que los gobernaban y que reducían su acción a contar el dinero mal habido en sus cuevas, desnudando a los ojos de quien quisiera verlos, su hipocresía y su desprecio por las normas de la decencia?

No basta con que los ladrones de la pandilla del finado Ali Babá vayan a la cárcel. Será necesario limpiar la lacra que impregnaron, durante los doce años de sus tropelías, en los usos y costumbres de la sociedad, para así restaurar la cultura de la educación, del trabajo, de la honestidad y del esfuerzo como motor del progreso.
Y de paso, no volver a confundir Puerto Madero con la Sierra Maestra, porque la revolución imaginaria del Kirchnerismo solo dejó tras de sí, miseria, corrupción y desprecio por el pueblo laborioso.
De aquí en más... El que quiera oír que oiga.








lunes, 4 de enero de 2016

La tragedia, el escritor y la hoja en blanco


Los griegos, a finales del siglo VI aC fueron los creadores de la tragedia, esa maravillosa escenificación de los grandes sufrimientos humanos.
En un principio le confirieron un profundo sentido religioso, dado que la obra trágica nació como representación del sacrificio de un chivo expiatorio en el culto de Dionisios, divinidad protectora de la vida y símbolo del placer, el dolor y la resurrección.
Durante la época de la vendimia, en su honor se cantaban a coro distintos himnos llamados ditirambos.
Parece que el primer trágico célebre fue Tespis, que triunfó en el año 536 a.C. en el Primer Concurso Trágico instituido por Pisístrato. Entre las innovaciones que introdujo Tespis, la máscara griega dejó de lado el bestiario fabuloso y la tragedia adquirió un tenor más humano.
A comienzos del siglo V a.C, la tragedia ya había tomado una forma dramática estable y  los personajes se veían enfrentados a fuerzas que operaban en su contra, causando inevitablemente su destrucción.
Aristóteles en su Poética  se abocó a definir la tragedia y la función social que le depara, a la cual denominó catarsis, que significa purificación o purgación. O sea, la purga de los terribles sentimientos que la obra desata en el espectador, para así equilibrarlos.
Hijo mío es una tragedia que escribí a finales de 2015.
Consta de 4 escenas que valdrían por los cuatro episodios de las tragedias clásicas.
En ellas se presentan los personajes, se exponen sus sentimientos, se desnudan sus almas y en la escena, como pueden, afrontan los tormentos con que la vida los desgarra.
Sus personajes son tres seres diversos, pero igualmente desvalidos ante un destino encaprichado en desbarrancarlos en la perdición y la muerte. Poco pueden hacer para evitarlo, es como si el azar, o quien esto escribe -que es para esas criaturas imaginarias una forma fatídica del azar-  guiara sus pasos.
Triste es la suerte de los personajes trágicos, sometidos a los huracanes que urde la fantasía o la inspiración del dramaturgo. Aunque no más triste que la suerte del mismo dramaturgo y sus espectadores, sometidos ellos también a pavorosos huracanes maquinados por quien sabe que misterioso escriba.
En eso consiste la tragedia de la vida humana, dentro o fuera del escenario.
A la hora de escribir todo escritor se enfrenta a la hoja en blanco poblado de incertidumbres. No hay más que algunas ideas inconexas hasta que aparecen las musas y ordenan la cosa.
Cosa rara el influjo de las musas.
Hasta donde sé, a cada quien lo visitan de modo diverso. Cuando de mí se acuerdan, me siembran de repente, a cualquier hora del día o de la noche, alguna epifanía en el caletre, epifanía que madura en mi seso durante una o dos semanas, entre sueños y vigilias, hasta que una mañana, al despertar, fuerzas oscuras me deciden a enfrentar la hoja en blanco.
Lo hago con un puñado de ideas más o menos claras. Nada más. En ocasiones, cuando imagino el ambiente, puedo buscar algún tipo de documentación adventicia que requiera el embrión del relato.
De allí en más, perdida toda noción del tiempo, sobrevienen diez o quince horas de escritura imparable. Al cabo de un par de días queda plasmado el esqueleto y la piel de la obra.
La trama ya está expuesta, las situaciones parcialmente definidas y el perfil de los personajes acomodados a las necesidades del argumento. El principio el medio y el fin ha tomado forma.
Entonces aparece una imaginaria escofina. Esa lima violenta, a veces brutal que impera sobre la madera de lo creado y que arrasa con todo lo que sobra. Allí quedan, amontonadas al costado, las virutas de frases, conflictos y dolores.
Después le toca el turno a la lija fina, esa que primero alisa y luego pule palabras, sentimientos o acciones.
Son horas veloces, de correcciones machacosas y recurrentes. Antes de terminar la semana la obra está casi lista. Uno la lee, la relee y la retoca otra semana más. El autor se siente más liviano, pero no necesariamente complacido.
Días después, dando por terminado el obsesivo manoseo del artificio, se lo entrega a alguna persona cercana, querida y confiable para que lo lea. Sea cual fuera su opinión, el juicio previo del autor es inapelable.
La obra es un asunto terminado. Sus personajes están condenados a la escena. Más tarde o más temprano subirán a ese otro cadalso con foro y proscenio.
De ahí en más, entre bambalinas, que Dios los ayude.