Los griegos, a finales del siglo VI aC fueron los creadores
de la tragedia, esa maravillosa escenificación de los grandes sufrimientos
humanos.
En un principio le confirieron un profundo sentido
religioso, dado que la obra trágica nació como representación del sacrificio de
un chivo expiatorio en el culto de Dionisios, divinidad protectora de la vida y
símbolo del placer, el dolor y la resurrección.
Durante la época de la vendimia, en su honor se cantaban a
coro distintos himnos llamados ditirambos.
Parece que el primer trágico célebre fue Tespis, que
triunfó en el año 536 a.C. en el Primer
Concurso Trágico instituido por Pisístrato. Entre las innovaciones que
introdujo Tespis, la máscara griega dejó de lado el bestiario fabuloso y la
tragedia adquirió un tenor más humano.
A comienzos del siglo V a.C, la tragedia ya había tomado
una forma dramática estable y los personajes se veían enfrentados a fuerzas que
operaban en su contra, causando inevitablemente su destrucción.
Aristóteles en su Poética se abocó a definir la tragedia y la
función social que le depara, a la cual denominó catarsis, que
significa purificación o purgación. O sea, la purga de los terribles
sentimientos que la obra desata en el espectador, para así equilibrarlos.
Hijo mío es una tragedia que escribí a
finales de 2015.
Consta
de 4 escenas que valdrían por los cuatro episodios de las tragedias clásicas.
En
ellas se presentan los personajes, se exponen sus sentimientos, se desnudan sus
almas y en la escena, como pueden, afrontan los tormentos con que la vida los
desgarra.
Sus
personajes son tres seres diversos, pero igualmente desvalidos ante un destino
encaprichado en desbarrancarlos en la perdición y la muerte. Poco pueden hacer
para evitarlo, es como si el azar, o quien esto escribe -que es para esas criaturas
imaginarias una forma fatídica del azar-
guiara sus pasos.
Triste
es la suerte de los personajes trágicos, sometidos a los huracanes que urde la
fantasía o la inspiración del dramaturgo. Aunque no más triste que la suerte
del mismo dramaturgo y sus espectadores, sometidos ellos también a pavorosos
huracanes maquinados por quien sabe que misterioso escriba.
En
eso consiste la tragedia de la vida humana, dentro o fuera del escenario.
A la hora de escribir todo escritor se enfrenta a la hoja en blanco poblado de incertidumbres. No hay más que algunas ideas inconexas hasta que aparecen las musas y ordenan la cosa.
Cosa
rara el influjo de las musas.
Hasta
donde sé, a cada quien lo visitan de modo diverso. Cuando de mí se acuerdan, me
siembran de repente, a cualquier hora del día o de la noche, alguna epifanía en
el caletre, epifanía que madura en mi seso durante una o dos semanas, entre
sueños y vigilias, hasta que una mañana, al despertar, fuerzas oscuras me deciden
a enfrentar la hoja en blanco.
Lo
hago con un puñado de ideas más o menos claras. Nada más. En ocasiones, cuando
imagino el ambiente, puedo buscar algún tipo de documentación adventicia que
requiera el embrión del relato.
De
allí en más, perdida toda noción del tiempo, sobrevienen diez o quince horas de
escritura imparable. Al cabo de un par de días queda plasmado el esqueleto y la
piel de la obra.
La
trama ya está expuesta, las situaciones parcialmente definidas y el perfil de
los personajes acomodados a las necesidades del argumento. El principio el
medio y el fin ha tomado forma.
Entonces
aparece una imaginaria escofina. Esa lima violenta, a veces brutal que impera
sobre la madera de lo creado y que arrasa con todo lo que sobra. Allí quedan,
amontonadas al costado, las virutas de frases, conflictos y dolores.
Después
le toca el turno a la lija fina, esa que primero alisa y luego pule palabras,
sentimientos o acciones.
Son
horas veloces, de correcciones machacosas y recurrentes. Antes de terminar la
semana la obra está casi lista. Uno la lee, la relee y la retoca otra semana
más. El autor se siente más liviano, pero no necesariamente complacido.
Días
después, dando por terminado el obsesivo manoseo del artificio, se lo entrega a
alguna persona cercana, querida y confiable para que lo lea. Sea cual fuera su
opinión, el juicio previo del autor es inapelable.
La
obra es un asunto terminado. Sus personajes están condenados a la escena. Más
tarde o más temprano subirán a ese otro cadalso con foro y proscenio.
De
ahí en más, entre bambalinas, que Dios los ayude.