lunes, 4 de enero de 2016

La tragedia, el escritor y la hoja en blanco


Los griegos, a finales del siglo VI aC fueron los creadores de la tragedia, esa maravillosa escenificación de los grandes sufrimientos humanos.
En un principio le confirieron un profundo sentido religioso, dado que la obra trágica nació como representación del sacrificio de un chivo expiatorio en el culto de Dionisios, divinidad protectora de la vida y símbolo del placer, el dolor y la resurrección.
Durante la época de la vendimia, en su honor se cantaban a coro distintos himnos llamados ditirambos.
Parece que el primer trágico célebre fue Tespis, que triunfó en el año 536 a.C. en el Primer Concurso Trágico instituido por Pisístrato. Entre las innovaciones que introdujo Tespis, la máscara griega dejó de lado el bestiario fabuloso y la tragedia adquirió un tenor más humano.
A comienzos del siglo V a.C, la tragedia ya había tomado una forma dramática estable y  los personajes se veían enfrentados a fuerzas que operaban en su contra, causando inevitablemente su destrucción.
Aristóteles en su Poética  se abocó a definir la tragedia y la función social que le depara, a la cual denominó catarsis, que significa purificación o purgación. O sea, la purga de los terribles sentimientos que la obra desata en el espectador, para así equilibrarlos.
Hijo mío es una tragedia que escribí a finales de 2015.
Consta de 4 escenas que valdrían por los cuatro episodios de las tragedias clásicas.
En ellas se presentan los personajes, se exponen sus sentimientos, se desnudan sus almas y en la escena, como pueden, afrontan los tormentos con que la vida los desgarra.
Sus personajes son tres seres diversos, pero igualmente desvalidos ante un destino encaprichado en desbarrancarlos en la perdición y la muerte. Poco pueden hacer para evitarlo, es como si el azar, o quien esto escribe -que es para esas criaturas imaginarias una forma fatídica del azar-  guiara sus pasos.
Triste es la suerte de los personajes trágicos, sometidos a los huracanes que urde la fantasía o la inspiración del dramaturgo. Aunque no más triste que la suerte del mismo dramaturgo y sus espectadores, sometidos ellos también a pavorosos huracanes maquinados por quien sabe que misterioso escriba.
En eso consiste la tragedia de la vida humana, dentro o fuera del escenario.
A la hora de escribir todo escritor se enfrenta a la hoja en blanco poblado de incertidumbres. No hay más que algunas ideas inconexas hasta que aparecen las musas y ordenan la cosa.
Cosa rara el influjo de las musas.
Hasta donde sé, a cada quien lo visitan de modo diverso. Cuando de mí se acuerdan, me siembran de repente, a cualquier hora del día o de la noche, alguna epifanía en el caletre, epifanía que madura en mi seso durante una o dos semanas, entre sueños y vigilias, hasta que una mañana, al despertar, fuerzas oscuras me deciden a enfrentar la hoja en blanco.
Lo hago con un puñado de ideas más o menos claras. Nada más. En ocasiones, cuando imagino el ambiente, puedo buscar algún tipo de documentación adventicia que requiera el embrión del relato.
De allí en más, perdida toda noción del tiempo, sobrevienen diez o quince horas de escritura imparable. Al cabo de un par de días queda plasmado el esqueleto y la piel de la obra.
La trama ya está expuesta, las situaciones parcialmente definidas y el perfil de los personajes acomodados a las necesidades del argumento. El principio el medio y el fin ha tomado forma.
Entonces aparece una imaginaria escofina. Esa lima violenta, a veces brutal que impera sobre la madera de lo creado y que arrasa con todo lo que sobra. Allí quedan, amontonadas al costado, las virutas de frases, conflictos y dolores.
Después le toca el turno a la lija fina, esa que primero alisa y luego pule palabras, sentimientos o acciones.
Son horas veloces, de correcciones machacosas y recurrentes. Antes de terminar la semana la obra está casi lista. Uno la lee, la relee y la retoca otra semana más. El autor se siente más liviano, pero no necesariamente complacido.
Días después, dando por terminado el obsesivo manoseo del artificio, se lo entrega a alguna persona cercana, querida y confiable para que lo lea. Sea cual fuera su opinión, el juicio previo del autor es inapelable.
La obra es un asunto terminado. Sus personajes están condenados a la escena. Más tarde o más temprano subirán a ese otro cadalso con foro y proscenio.
De ahí en más, entre bambalinas, que Dios los ayude.