Muerte en Monschau
“No veo ningún dios aquí arriba”
Yuri Gagarin
I
Bruselas
soportaba un invierno tenaz, de esos que acobardan cuando azota sus calles con vientos, lloviznas y
bruma.
Yo,
que soy bicho subtropical, estaba sumido en la abulia y miraba el cielo plomizo por la ventana de mi
apartamento en la rue de Midi, cuando sonó el teléfono. Con la despreocupación
del día viernes atendí y me sorprendió la voz de mi amigo Lorenzo Bahl,
veterano periodista del Express de Colonia, que en escueto castellano
rioplatense me hizo saber que deseaba verme con urgencia. Dijo que tenía en su
poder documentos de suma importancia y deseaba entregármelos secretamente para
que los guardase un tiempo, pues presentía que su vida corría peligro. Traté de
profundizar el asunto y aclarar algunas cosas, pero la voz imperativa de mi
amigo me hizo saber que estaba vigilado, que no era prudente hablar por
teléfono y que precisaba de mi ayuda.
__Tengo
algo que quema y lo guardo tal como guardaba el canuto en Barracas. ¿Te acordás?
Sin
esperar respuesta, concluyó diciendo que me esperaría el sábado en su casa de
fin de semana, en la ciudadela de Monschau, en Renania, no lejos de la frontera
belga
__Vos
ya conocés la casa—Me dijo__ Rhurstrasse 21. Se despidió y cortó.
En los minutos que siguieron hice
diversas consideraciones, algo así como un plan. Al final un montón de
recuerdos se agolparon en mi memoria.
Lorenzo Bahl había nacido en
Buenos Aires, de padres alemanes llegados al país poco antes del inicio de la
segunda guerra mundial. Su padre era también periodista y trabajó hasta su
muerte en el Argentinisches Tageblatt
En una de las recurrentes crisis
que sumieron a la Argentina en el pavoroso estado actual, Lorenzo partió,
buscando un futuro mejor, hacia la ciudad de Frankfurt primero y a la de
Colonia después, donde hizo una brillante carrera en el diario Express, del
cual era vicedirector.
Siempre había sido un tipo audaz,
enérgico y leal. Éramos amigos de la infancia, desde aquellos lejanos años en
que vivíamos en Barracas, en la misma cuadra de la calle California, no lejos
del Riachuelo.
Compartimos desde entonces el gusto
por el tango, los bailes en las milongas de la periferia porteña y el sabor de
los brebajes baratos que nuestros flacos bolsillos podían pagar.
Ya hombres, cada cual hizo lo suyo. Poco después de su
partida, yo emigré a Bruselas y pude hacer carrera en la Unión Europea. Era,
por definirlo de algún modo, un licenciado en economía bien pagado, al servicio
de la burocracia comunitaria. También desarrollaba algunas tareas menos
notorias en organizaciones no gubernamentales.
Con Lorenzo mitigábamos el destierro europeo, visitándonos
cada dos o tres meses. Pasábamos un par de días juntos, mateábamos, asábamos
carne y escanciando buenos vinos manteníamos fresca y lozana nuestra amistad.
Mi amigo era un tipo intelectualmente curioso, sereno y corajudo.
Su llamado, inevitablemente, era la resultante de sus vehemencias.
II
Hice algunos llamados y el sábado poco antes del medio día,
conduje mi viejo BMW por la ruta 40, en dirección a Lieja. La ruta corre
paralela a la frontera entre Flandria y Valonía.
Tomé en cuenta el apremio de Lorenzo por verme y emprendí
el viaje con plena conciencia de que debería enfrentar una situación altamente
complicada, ya que mi amigo no era un flojo y debía husmear grandes peligros
para pedirme ayuda. Más temprano que tarde eso debía suceder y haciendo de
tripas corazón partí a su encuentro.
Mi humor no ere apacible. Cuando dejé atrás la ciudad de
Lieja, entré al pueblito de Herve para apocar el hambre con una cerveza, un
poco de pan y el oloroso queso tradicional que allí fabrican desde hace siglos.
En Eupen desvié por la ruta 67 y atravesando bosques, arribé
al lugar de la cita a eso de las tres de la tarde. Llovía y las callejas
estaban desiertas. El milenario pueblo de Monschau no estaba lejos de
Aquisgrán, la ciudad natal de Carlomagno, donde aquel rey concibió y vio
esfumarse los sueños de un imperio eterno, aunque su ambición hubiera conquistado
lo que hoy son Francia, Suiza, Austria,
Bélgica, Holanda y Luxemburgo, y la mayor parte de Alemania, Italia, Hungría,
la República Checa, Eslovaquia y Croacia.
En
medio de tanta grandeza pasada, entre las suaves colinas del Eife, en la cuenca
del río Rhur, se encuentra Monschau con su pequeñez y su singular encanto. Mi
ánimo decaía y mi voluntad lo sostenía.
Sabiendo
que había pocos sitios para estacionar, dejé el auto a la entrada del pueblo, y
bordeando el río caminé hasta el domicilio de mi amigo. Al pasar por una
confitería compré unas galletas Printen y nunca supe por qué. Acaso con el
deseo inconsciente de compartirlas con mi amigo.
El
número 21 de la Rhurstrasse correspondía a una antigua casa de dos plantas, con
entramado de madera en sus blancos muros exteriores, edificada sobre la margen
oriental del río. Habíamos pasados buenos momentos en ella.
Advertí
que la puerta de entrada estaba mal cerrada. Toqué timbre varias veces pero
nadie atendió. Acaso no funcionara. Empujé la puerta y entré con cautela. Llamé
a mi amigo en medio de un silencio absoluto sin obtener respuesta. Conocía la
casa, así que ingresé a la antesala decorada con dos sillitas de estilo
afrancesado, con una mesa redonda y una gran estatua de mármol parecida a la
Diana que está en el Louvre. Me quedé mirando a esa diosa mitológica de la caza
y los animales salvajes. Me corrió un escalofrío por la espalda.
Al
fondo había una puerta vidriada de doble hoja que comunicaba al living. Al
pasar la abrí y advertí que la ventana que miraba al río estaba entreabierta.
Se oía el rumor del agua y esa música natural parecía salir del negro piano
vertical que dormía en un ángulo del salón. Por otra puerta lateral se
ingresaba al escritorio. A un lado de la antesala había una escalera de roble
que trepaba a los dormitorios y un
pasillo que conducía a las dependencias de servicio y a la cocina.
La
casa parecía vacía. Lentamente avancé llamando a Lorenzo y al entrar en la
cocina lo encontré.
III
Tardé
un rato en recomponerme.
Allí
estaba, tendido en el piso, de costado, como durmiendo. Vestía un jean y una
camisa celeste. Un charco de sangre lo rodeaba. Un par de certeros balazos en
el pecho le habían quitado la vida.
Estupefacto
ante el cadáver de Lorenzo, miré alrededor tratando de atar cabos y decidir los
pasos a seguir en ese estado de las cosas. Sobre la mesa quedaba una taza de
café a medio servir y un ejemplar del diario Express del día anterior. No toque
nada. Percibía de qué modo mi cerebro se estremecía sacudido por un remolino de
ideas.
¿Qué
hacer? ¿Cómo desaparecer sin dejar rastros? ¿Dónde buscar los urticantes
documentos que mencionó Lorenzo?
Esta
última idea me impulsó a subir al piso superior. Revisé el baño y las tres
piezas. Estaban ordenadas, las examiné y terminé desordenándolas como si un
huracán hubiera pasado por ellas.
Cuando
descendía recordé las palabras de Lorenzo: “Tengo algo que quema, lo
guardo como guardaba el canuto en Barracas. ¿Te acordás?”
Sí.
Claro que me acordaba. Me iluminé de repente.
Lorenzo,
cuando era un muchacho, guardaba los pesos que ahorraba en el interior del
piano que había en su casa de Barracas. Recordaba que abriendo una tapa
inferior, a un costado del mueble, contra la maquinaria del teclado, él
escondía un sobre con su platita.
Sin
vacilar fui al living y me acerqué al piano. Lo examiné y encontré la traba de
la cubierta inferior. Me senté en el taburete y la presioné de modo tal que la
tapa, apoyada sobre los pedales, cedió y se vino hacia adelante. Acuciado por
la ansiedad metí la mano en los costados del piano y recorriendo sus recovecos
di con un sobre grande de papel manila. Al sacarlo hice sonar la última tecla del
instrumento, me pareció una queja, como si lo hubiera lastimado.
El
corazón se me salía del pecho y una pregunta martillaba mis sienes. ¿Estaba
haciendo lo correcto? En estos casos toda precaución es poca.