Bruselas
en el recuerdo
Bruselas,
la capital del Reino de Bélgica, está indisolublemente ligada a mis recuerdos
juveniles, a mis sueños, a mis asombros y a los primeros pasos de mi carrera
profesional en su antigua Universidad. Un viaje iniciático y mundano que aún
perdura.
Han
pasado más de cuatro décadas desde que ella y yo nos conocimos y como un amante
infatigable siempre vuelvo a recorrerla. En sus elegantes avenidas, en sus tranvías
o en las bulliciosas cervecerías se percibe la sobria amabilidad de sus
habitantes y la polifacética cultura de ese pueblo. En las calles de la capital
de la Unión Europea se entremezcla, como en la vida, el pasado, el presente y
el futuro.
El
ayer, persiste en la arquitectura flamenca de su pasado medieval, que pervive
en el laberinto de callejuelas que rodean la Grand Place, ese maravilloso
espacio urbano donde se alzan los bellos
edificios de los gremios y corporaciones de le edad media: Los toneleros, los
lecheros o los barqueros, junto a la gótica majestuosidad del ayuntamiento y su
alta torre.
No
es casual que la alegría del Art Nouveau
florezca en las principales arterias de la ciudad. Tuvo sus máximos exponentes
en Víctor Horta, Ernest Blérot y Paul Hankar que la embellecieron con su genio,
el cual sobrevive en espléndidos edificios.
Las
modernas estructuras edilicias de las instituciones comunitarias proyectan una
visión maravillosa del nuevo siglo y de los tiempos por venir.
Es
Bruselas, a no dudarlo, una ciudad de arte. Lo prueban el Teatro de la Moneda y
sus museos que guardan tesoros pictóricos de los primitivos flamencos, como
Bosch, Van Eyck o Memling, de los artistas barrocos de la escuela de Amberes
como Rubens, Van Dick y Jordaens, o las bellísimas obras del maestro belga del
surrealismo René Magritte, en el museo homónimo de la Place Royale.
Y
por añadidura, por doquier, encontramos el raro y precioso arte de vivir. Se
ejerce en sus cafés, en sus calles, en sus parques y hasta en el bosque denominado de la Cambre, donde el otoño pinta las
hojas de los arboles con los asombrosos colores de su eterna paleta, mientras
bajo nuestros pies cruje la hojarasca con su música triste.
Recorrer
Bruselas es una experiencia invalorable. Degustar sus chocolates o un buen
plato de ostras en el barrio de Sainte Catherine no es poca cosa. El alma lo
agradece y la curiosidad también.
Mientras
me queden fuerzas volveré a la vieja Bruselas, para perderme entre sus piedras y
a ensimismarme bajo su cielo gris.