Este paisaje que hoy vemos en el valle, no sería aquel en que vivían los hombres del Paleolítico.
Imagino la inmensa glaciación que se extendía a ambos lados del valle del río Ardeche, hielos por doquier, algunas ínsulas de bosques y praderas, animales de toda laya (bisontes, mamuts, rinocerontes, alces, osos, cabras, hienas, leones, caballos) y algunos grupos humanos, comunidades de 15 o 20 individuos nómades, siempre en busca de refugio y alimentos según las necesidades, en el entorno cambiante de una naturaleza hostil. El río que serpentea entre acantilados de roca caliza y el arco que se ha tomado el trabajo de tallar, para abrirse paso a través de la pared de piedra blanca, guarda secretos inefables de aquellas criaturas que lo frecuentaban.
A nosotros el ejercicio de especular sobre el asunto.
Tal vez un día de primavera, algún cazador en pos de alguna cabra habrá descubierto, al avanzar sigilosamente por un escabroso sendero del blanco acantilado, la entrada de la cueva que se extiende a lo largo de casi 500 metros. Munido de antorchas habrá regresado con algún compañero y poder entonces adentrarse en las profundidades de la tierra, al onírico mundo de estalactitas y estalagmitas de calcita, de recovecos y de enormes cámaras pétreas, donde el silencio y las sombras se imponen.
Habrán comentado su hallazgo y quien sabe cuándo y cómo alguno de ellos habrá decidido dejar la impronta de su genio en esa cueva. Aquel ancestro prehistórico poseía la maravillosa capacidad de dibujar animales fabulosos y tan sólo con los modelos que su memoria atesoraba, pintó en extraordinarios paneles, un conjunto de figuras maravillosas. Con trazos magistrales desplegó el arte que lo inspiraba. El carbón y algún que otro pigmento de color ocre bastaron para captar el instante de una lucha entre rinocerontes, el paso de una manada de leones, unas tropillas de caballos, hienas, chitas, mamuts, bisontes y osos, sin olvidarse de una lechuza con la cabeza girada hacia atrás que grabó con sus dedos en la piedra blanda y húmeda. En suma, recreó la vida misma que lo circundaba. Aquí y allá, también imprimió sus manos embadurnadas de pigmento, que se desparraman en la pared de roca como rojas mariposas.
Los estudiosos dedujeron que el artista era alto, como de un metro ochenta y que su dedo meñique estaba algo torcido.
Por entonces, su mundo era 32.000 años más joven que el nuestro. Hombres y animales disputaban palmo a palmo el territorio que necesitaban. Todos ellos se han extinguido. Todos se han precipitado al abismo del pasado remoto y solo nos queda de ellos la imborrable perspectiva de aquellos pintores rupestres, que nos hacen saber, en silencio, que el alma humana y la capacidad de apreciar y crear belleza no es un logro reciente.
¿Serían esos hombres del paleolítico artistas con visos de chamanes? ¿Serían soñadores marginales entre aquella horda menesterosa que luchaba por la supervivencia? ¿Sus contemporáneos los admirarían, los venerarían, o los escarnecerían por aquellos hábitos ajenos a las rutinas de ese puñado de cromagnones cazadores-recolectores?
Puede que esas asombrosas imágenes, plenas de expresión y belleza, completaran un ritual mágico, que entre el fuego y el humo de las antorchas, con la música de algunas flautas talladas en el hueso radial de un buitre, con sus cinco orificios, como las de hoy en día, llenaran de sonidos aquel universo de silencio, y así se sentirían mejor, más seguros, hasta protegidos por poderes ignotos, sobrenaturales y feroces, pero susceptibles de ser influidos por ellos hacia la clemencia.
Seis o siete mil años más tarde, algún otro artista garabateó su dibujo y un niño de 7 u 8 años dejó la huella de su pie desnudo sobre el piso blando. Finalmente sobrevino el derrumbe que selló la entrada de la cueva para siempre.
Pasados veinticinco mil años, ayer, en 1994, tres espeleólogos merodeaban el acantilado y casualmente percibieron en una grieta un soplo de aire. Así es como se manifiesta la presencia de las cavernas en las profundidades de la roca. Cavaron, quitaron rocas y entraron por un túnel colateral hasta esa maravillosa catedral, elevada por la naturaleza y los hombres de la edad de hielo. El sur de Francia guarda celosamente ese tesoro. Cerrada por una gruesa puerta de acero, vigilada a más no poder, para limitar al mínimo el ingreso de unos pocos expertos muy de vez en cuando, se preserva de tal modo esa muestra del alma humana ancestral.